Crónicas desde China:
Shanghai
Por Francisco J. Maturana Bis
China en el mundo hispano/el mundo hispano en China // Nº 20 enero/junio 2025
Tras varias semanas de viaje en provincias del interior, sobre todo en Hubei, había llegado la hora de regresar a Shanghai. Pensaba haber resuelto satisfactoriamente la misión que me había encomendado, antes de salir de Mallorca, el enigmático Caballero del cabello cano, pero la conversación que había tenido esa noche en el tren con un tal señor Dong me había hecho empezar a dudarlo. Incluso a pesar de ese extraño encuentro, había dormido a pierna suelta en mi litera y me sentía bastante descansado cuando bajé del tren en la Estación Sur de Shanghai. Soy un apasionado de esta estación (la primera del mundo de base circular), por la que pueden llegar a pasar al año quince millones de pasajeros. Unas lamas de policarbonato y aluminio bajo la cúpula de cristal brindan sombra a los pasajeros que, cuando alzan la mirada, bien pueden pensar que se encuentran gravitando a bordo de la estación orbital. Ha heredado el nombre, pero no la ubicación, de una antigua terminal que fue destruida por los bombardeos japoneses el Sábado Sangriento de 1937. La zona de embarque, una circunferencia de 800 metros tiene capacidad para diez mil personas, quizás por esto su forma recuerda también a la de una sala de conciertos o, apurando el símil, a una plaza de toros. En la estación, cogí la línea 1 de la colosal red de metro de Shanghai hasta Changshu Lu (常熟路). Anduve los escasos metros que separan la estación, en la esquina de Huaihai Lu, la Avenue Joffre de la antigua Concesión Francesa, de nuestro pequeño apartamento en Wuyuan Lu. Todos estos días mi sensación de abatimiento, ese pesar sin razón, no había dejado de estar presente, oculta tras sonrisas y conversaciones en Huagong.
De vuelta a Shanghai, recorrer una vez más mis rincones favoritos de este barrio arbolado y amable, de calles más estrechas y menos ruidosas, me resulta balsámico. La ciudad maquilla mi inquietud con un halo de familiaridad. Es como si necesitara regresar a los mismos lugares para comprobar que, solo cuatro meses más tarde, los transcurridos desde mi última estancia, siguen allí, aunque rara vez intactos. He de comprobar qué negocios han sucumbido a los caprichos variables de los shanghaineses y por qué otras tiendas han sido reemplazados, a menudo con inversiones hiperestéticas y multimillonarias y perspectivas comerciales dudosas.
Amanece en la isla de Chongming. La niebla sobre los humedales que forman la reserva natural es densa. Es época de migración para algunas especies de aves. En la otra orilla del Yangtsé anochece y se encienden los paneles luminosos y las líneas de colores que delimitan el enorme címbalo ovalado que cubre la rotonda de Wujiaochang. Observa, como un gigantesco ojo mecánico, las migraciones de millares de automóviles. Sus luces apenas consiguen rasgar el aire contaminado.
Es mediodía. Los abuelos entran en la casa de té del parque Luxun. La nieta (que no lleva el pelo recogido en unas trenzas) camina entre ellos. El ambiente es entrañable, cálido y bullicioso, las mesas, compartidas. El abuelo no necesita leer el menú colgado en la pared detrás de la cajera cuando se levanta a pedir, conoce bien su comida sencilla. Los fideos (拌面) están salteados con aceite y cebollino, nada más. La nieta prefiere los xiaolongbao (小笼包), aunque suele mancharse con el caldo que llevan como relleno. Es casi medianoche, y en una ubicación secreta en la zona del Bund un selecto grupo de comensales contemplan los petit four que se han servido con el café. Después de siete platos, la mayoría quedarán intactos sobre la mesa. El chef francés sale de la cocina a saludar. Es reverenciado como una celebridad. La velada continúa en una terraza acristalada con vistas al río Huangpu. En esos paseos por Shanghai vuelvo a hacer la ciudad mía. Estoy convencido de que me pertenece y al mismo tiempo sé perfectamente que me engaño al creerlo. Soy consciente de que mi pasión es correspondida con displicencia, porque la ciudad es mercenaria, desapegada, libertina, vanidosa, pero también puede mostrarse acogedora, cálida y humilde. Quizás sea la indiferencia, a pesar de las banderas rojas que ondean aquí por doquier, su rasgo más atractivo. Como no le importas, no te juzga. Con todo, le rindo pleitesía y, despojado de pudor, confieso que querría ser su trovador. Shanghai merece ser la Trieste de Jan Morris, el Bangkok de Lawrence Osbourne, la Barcelona de Vázquez Montalbán, la Nueva York de Paul Auster o La Habana de Leonardo Padura. Necesita una pluma afilada y sangrienta, como ella misma. Pero, pobre de mí, no puede ser la mía, roma e ignorante. Shanghai es inabarcable, indefinible, tiene cientos de personalidades y muta a conveniencia. En su encarnación actual, me apropio de las palabras de Marc Morera en su libro ilustrado “Dos dumplings”: “Shanghai mola y lo sabe. Ella no es ni bonita, ni sostenible, ni ética. Es hortera, caótica e inmadura”(1). Quizás debería alegrarme, como extranjero, de no haber residido en Shanghai durante mucho tiempo, evitando así recorrer la curva del cambio con sus inevitables transiciones de novedoso a rutinario, de maravillado a quemado, de explorador a residente (categorías éstas de Morera) y escapando de la odiosa etiqueta de “expatriado”. En esos paseos en los que vuelvo a hacer la ciudad mía, me compadezco de los turistas nacionales que abarrotan las calles del barrio, a veces buscando las casas donde residieron insignes literatos y mandatarios y otras, el ángulo exacto desde el que tomar una fotografía idéntica a más de un millar vistas en la red. La esquina de Anfu Lu y Wukang Lu es un punto caliente para jóvenes cazadores de tendencias y para fotógrafos profesionales cazadores de jóvenes cazadores de tendencias que venden las imágenes “robadas”. A menudo acaban formando un enjambre absurdo que los vecinos llaman “calle Wanping sur número 600” (宛平南路) que es la dirección del manicomio de Shanghai. Si además de demencias, psicosis y esquizofrenias en esta institución mental trataran el esnobismo tal vez debería pasar por consulta. ¿A santo de qué habría de compadecerme de los waidiren (外地人), los forasteros llegados de todas las provincias chinas para conocer el corazón financiero de su país? ¿Acaso no debería envidiar su mirada fresca, el asombro de la primera impresión? No soy más que otro extranjero cuyos delirios de pertenencia, disparatada vanidad y quiméricos desvaríos de posesión no son sino una forma de autoengaño y de autocomplacencia. Tal es el embrujo de Shanghai. De la ciudad, no del cine. Embrujado, pues, sigo pensando que debo rendirle tributo a Shanghai. Pero a mí lo que se me da bien no es la oda urbana, son los listados, los inventarios y las enumeraciones. También el juego fácil de palabras. No sé cómo huir del tópico (más bien querría huir al trópico). Temo sucumbir a la tentación y acabar recurriendo a un trillado juego de espejos que devuelva reflejos invertidos. Pienso en los dípticos tradicionales sobre el dintel, los chunlian (春联) o duilian (对联), que forman un mensaje completo desde lados opuestos del umbral y que, del mismo modo, quizás planteando antítesis, contraponiendo realidades logre arañar siquiera su superficie. Pero no, nunca, jamás, diré que Shanghai es una ciudad de contrastes. Ni haré referencia explícita a sus dualidades… |
El tren de levitación magnética, el Maglev, acelera hasta los 400 km/h rumbo al aeropuerto de Pudong. El trayecto de una hora en taxi desde el centro de la ciudad queda reducido a unos pocos minutos. Atrás ha quedado la anciana que eleva una pierna y la alinea con el torso, paralelo al suelo. Despacio, busca la aguja en el fondo del mar. Cuando la encuentra prosigue la sucesión de figuras y movimientos de la tabla de tai chi.
En esta tarde de agosto, apenas una docena de personas contemplan las ruinas de la esclusa del río Wusong actualmente enterradas a 12m bajo tierra. La esclusa (元代水闸) fue construida en el siglo XIV para controlar el caudal del río por los invasores mongoles que fundaron la dinastía yuan. Al otro lado del río, la pasarela peatonal de Lujiazui (陆家嘴) que se eleva sobre el tráfico está atestada por decenas de miles de turistas que se retratan con las torres del distrito financiero. Los cilindros apilados de la Torre de Shanghai (上海中心) se elevan más de 600m sobre sus frentes perladas de sudor. Un enjambre de repartidores (快递小哥) ocupa la calzada y también las aceras. Sus pequeñas motocicletas aceleran, se cuelan entre los vehículos más grandes. Hace falta entregar muchos pedidos antes de poder volver a la pequeña habitación que comparten y descansar unas horas. Al llegar colgarán su grueso uniforme sudado de los tendederos que sobresalen de la fachada y que, en este barrio, casi se tocan con los del edificio de enfrente. No todos los meses conseguirán ahorrar algo para enviarlo a sus pueblos de origen (老家) en otras provincias. Las tres amigas han acabado de cenar. Lo han hecho frugalmente en un restaurante japonés de estilo omakase, sin carta, donde se come lo que sugiere el chef. Visten con elegancia, pero sin estridencias. Colores neutros, perlas y algún que otro monograma. Se resisten a volver a casa, pero tampoco quieren ir a un bar. Entran en una tienda de conveniencia, compran una botella de whisky caro y, de pie, con el codo sobre la barra apoyada al cristal que da a la calle, beben y hablan. No vociferan. Los fluorescentes del local y los productos de primera necesidad sobre las estanterías que las rodean no las privan de su prestancia social. Estas shanghainesas, Shanghai ning (上海宁) en la lengua local, son señoras sofisticadas, estilosas, algo altaneras. El dinero es algo que se da por supuesto. Guardan cierto parentesco con las “sciura”, las damas milanesas.
Es viernes. El recogimiento en el interior de la mezquita da paso a la algarabía del mercado. Cabezas de cordero, pinchos fuertemente especiados sobre las brasas, humo, uvas, pasas y azufaifas. Alguna artesanía uigur a la venta y algún pañuelo que cubre descuidadamente las melenas. No solo los viernes y no solo en las inmediaciones de la calle Aomen (澳门路) las calles están llenas de vida. Improvisados restaurantes de sopas, fideos y arroces con mesas y sillas plegables surgen donde las aceras se ensanchan. Las fruterías sacan su género al portal y hay carromatos de loza o verduras. Hay incluso hornos portátiles con largas colas bien pasada la hora de la cena. El mismo día de la semana, las mismas calles a las mismas horas. Han pasado tres años. Impera el orden, la limpieza y una versión del civismo según el gobierno municipal. Una tras otra, tiendas de conveniencia: Lawson, Family Mart, Seven Eleven, Easy Joy, Tianfu… asépticas y homogéneas.
Cintas policiales, luces estroboscópicas y un amplio despliegue policial. No es la escena de un crimen ni hay que lamentar un accidente. Las fuerzas de seguridad dirigen con mano férrea el tráfico peatonal en el extremo este de la avenida Nanjing (南京东路), en la confluencia con el Bund, el monumental paseo junto al río Huangpu. Frente al Peace Hotel del mítico Víctor Sassoon desfilan decenas de miles de personas. La calle está dividida longitudinalmente por sentidos de la marcha y es imposible cruzarla o retroceder. Hay que seguir el flujo establecido. No se celebra ningún concierto, final deportiva o evento especial, es solo otra noche de verano más en una de las ciudades más populosas del mundo. La noche es calurosa y el canto de las cigarras parece acentuar la sensación térmica. El Huangpu fluye hacia el norte de la ciudad y sus aguas se funden con las del Yangtsé en el distrito de Baoshan. El Yangtsé, aún poderoso, se abre al mar frente al distrito de Pudong. Es media mañana en su extremo suroriental. Una nueva ciudad, dentro de Shanghai, crece alrededor de un lago perfectamente circular. El lago se llama Dishuishu (滴水湖), gota de agua, y es, naturalmente, artificial. La nueva urbe, Nanhui (南汇新城), parece una ciudad fantasma. No hay atascos en sus amplias avenidas y apenas asoma algún viandante por sus calles. Las pocas tiendas abiertas al público están prácticamente vacías. Se respira un aire espectral, de silencio postapocalíptico, de fata morgana portuaria. La soledad provoca desasosiego aquí, en una de las ciudades más pobladas del planeta. Los caprichos arquitectónicos parecen flotar en el vacío: la inmensa vela blanca del Museo Marítimo, el platillo volante que corona el edificio gubernamental frente al museo y, en una de las islas del lago, las torres del Banco de China. Y es allí justamente donde pasé el día, sumido en el espejismo del tiempo, viendo como el atardecer caía sobre el lago redondo y enmarcaba los dos edificios. Conocidas como “el gran once”, son dos gigantescos unos encarados, dos inmensos poliedros rematados por sendas pirámides que, truncadas, se han deslizado por sus respectivos laterales hasta quedar sus vértices situados frente a frente, como si intentaran besarse. Son, en definitiva, dos torres gemelas de prepucio geométrico. La extravagancia poco elegante del edificio, las grúas en movimiento y los bloques en construcción en toda la zona remiten al modelo “petroestado nuevo-rico” de varias décadas atrás. La atalaya desde la que contemplaba como se alzaba la nueva polis no era otra que las gradas de la librería Duoyun (朵云) en lo alto de un edificio en primera línea del lago. La calidez del papel y la madera y el ambiente sereno de la librería ofrecían un contrapunto ideal para lo que ocurría al otro lado de los inmensos ventanales, de varios pisos de altura. Ojeando un libro de arquitectura, me desconcertó descubrir que “el gran once” había sido diseñado por el eximio I. M. Pei (autor de las pirámides del Louvre y del Museo de Suzhou entre muchas grandes obras) e iba a construirse originalmente en Bilbao. Una vez más, mi crítica había resultado desacertada. Tomé un café rápido en la cafetería de Duoyun y salí al frío húmedo de la tarde. Soplaba un viento salino del mar. Había pensado en acercarme a otra de las islas artificiales del lago artificial (me pregunto si se aplicará el principio de doble negación y la isla debe considerarse natural). Allí se alza un complejo hotelero cuya cubierta recuerda a una bauhinia, la flor emblemática de Hong Kong. Pero lo cierto es que me dio pereza. Además, debía apresurarme para llegar a Hongkou y reunirme con Wenwen y Stan, que habían pasado la tarde juntos poniéndose al día. La estación quedaba a casi media hora a paso ligero y el trayecto en metro iba a demorarse más de un hora. Había empezado el día trazando la circunferencia de la Estación Sur de Shanghai y lo acababa en el perímetro de la misma forma geométrica, el lago Shuidi. Invoqué entonces algo que había escrito Maxime Hong Kingston:
“Los pasteles de luna eran redondos, las puertas eran redondas, había mesas redondas pensadas para acoger otra mesa redonda, las ventanas eran redondas, los cuencos eran redondos. Era la redondez de los talismanes que habían perdido el poder de evocar una ley perdida...” (2) La cuestión es cómo debía interpretar la aparición de círculos ese día: como mera coincidencia (lo más plausible), como un ocho (una señal de buen agüero en estas tierras, que mi humor sombrío agradecería) o, tumbando la cifra anterior, como un infinito, cuyo sentido metafísico se me escapaba. Lo mejor sería dejar de lado la especulación adivinatoria y salir a tomar algo. (1) Morera, Marc (2023) “Dos dumplings”. Amok Ediciones (p. 24). (2) Hong Kingston, Maxime (2025) “La guerrera”. RBA Libros. (p. 24) |