Crónicas desde China:
Las Tortugas de Jade
Por Gustavo Scriffignano
Historia y Sociedad // Nº 19, Junio/diciembre, 2024
En la oscuridad y en la niebla, donde el tiempo se dilataba y contraía a voluntad, se encontraron. “Ella es para mí.” pensó. Y ella resplandecía, dorada y vistiendo rosa. “No será fácil.” dijo ella, y sonrieron. En la oscuridad y en la niebla, donde el tiempo se dilataba y contraía a voluntad, se encontraron, y empezaron a construir su esfera de sol, ladrillo a ladrillo. Allí, en un rincón de ese universo paralelo, custodiaban un secreto: dos pequeñas tortugas de jade, lisas como el agua y antiguas como el tiempo. Las tortugas, con sus caparazones que parecían mapas estelares, las brújulas que los guiaban a través del laberinto de sus vidas. Venían de un mercado en You Ma Tei en el Hong Kong viejo, en un mundo paralelo de neones estridentes. Solo una estación en ese viaje infinito. El calor húmedo del verano en Hennessy Road, el aroma de los puestos de comida callejera en Mong Kok. Los barcos en Victoria Harbour. La distancia era un fantasma que se deslizaba entre ellos, intangible pero persistente. A veces, estaban en la misma ciudad, compartiendo el mismo cielo, pero habitando mundos paralelos. Entonces, en un desafío a las leyes del universo, sentían sus manos, su presencia. Otras veces un océano los separaba, y las tortugas se convertían en sus embajadoras silenciosas, las de jade, las de papel, las que estaban en su piel. Cada una llevaba un mensaje secreto, una palabra, un dibujo, un fragmento de su alma.
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Santiago encontró las tortugas en una pequeña tienda de antigüedades en Sheung Wan un lugar que le había recomendado Sam, entre una cerveza y otra. Buscaba algo especial para su compañera de vida. En realidad, se llevaría a casa mucho más que eso. Entre los objetos polvorientos, sus ojos se habían posado en un par de tortugas verdes, perfectas y luminosas. Sus caparazones, lisos como la seda, reflejaban la luz de mil soles en todos los universos. Santiago las tomó en sus manos, sintiendo una conexión instantánea. Eran pequeñas, como todas las cosas importantes. Las compró sin dudarlo, imaginando cómo serían en el hogar que construirían juntos. Mia las colocó en el alféizar de su ventana, donde la luz del atardecer las bañaba con un cálido resplandor, dorado como ella. Sus ojos azules se llenaron de lágrimas de emoción. Las tortugas se convirtieron en su compañía constante, en un puente. Cerraba los ojos y se imaginaba a Santiago entre las calles húmedas y brillantes de neón, buscando entre los puestos del mercado nocturno, el aroma a incienso y especias llenando sus sentidos. O lo veía caminando por la orilla del mar, escuchando el sonido de las olas rompiendo contra las rocas.
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A veces, les parecía que las tortugas se comunicaban con ellos a través de sus sueños, en su cuarta dimensión. Veían un océano sin fin, donde las tortugas gigantes nadaban entre las estrellas. Y en ese océano, ellos se encontraban, unidos por un hilo invisible que los conectaba con el universo. En la oscuridad y en la niebla, donde el tiempo se dilataba y contraía a voluntad, se encontraron. Allí, en un rincón de ese universo paralelo, custodiaban un secreto: dos pequeñas tortugas de jade, lisas como el agua y antiguas como el tiempo. “Ella es para mí.” supo él. “Él es para mí” supo ella. Ella resplandecía, dorada en medio de las tormentas. En la oscuridad y en la niebla, donde el tiempo se dilataba y contraía a voluntad, se encontraron, y empezaron a construir su esfera de sol, ladrillo a ladrillo y hombro a hombro. Allí, en un rincón de ese universo paralelo, eran custodiados por dos pequeñas tortugas de jade, lisas como el agua y antiguas como el tiempo.
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