|
|
Veredas para el encuentro entre dos mundos: Rutas de la Seda y de los Sutras
Julio López Saco
Historia y Sociedad // Nº 16, Junio, 2023
La ardua tarea de instruidos pioneros así como el empeño de osados aventureros en poner al descubierto los secretos de la región de Asia central fue una labor que desde el siglo XIX ha ido ubicando, pero también descartando, con mayor exactitud ciertos tópicos relativos a las llamadas Rutas de la Seda y a las inhóspitas regiones centroasiáticas: la localización de la región fuera del marco de las relevantes culturas colindantes y su rol de lugar de paso, una tierra de errantes nómadas sin rasgos culturales definidos, asentamientos permanentes ni historia propia.
Sin embargo, el desempeño cultural propio del territorio centro-asiático fue inequívoco, y hasta se diría, estelar: su geografía le ha conferido la etiqueta de enclave estratégico y de centro receptor y difusor, de cruce de caminos, de crisol que fusionó corrientes culturales que después progresaron hacia otras regiones, entre ellas China. Las ciudades o comunidades oasis, de gran relevancia estratégica y mercantil-caravanera, ejercerán de cuarteles generales de encuentro y de ulterior partida, de obligados núcleos de reunión y acopio en función del relieve circundante y los temibles desiertos adyacentes. El alto grado de aislamiento y de insularidad geográfica son factores primordiales para entender el papel de la región como zona de un modelo cultural rico al que contribuyeron varias culturas y el paso de tribus nómadas, que hicieron que el territorio jugase el rol de transmisor civilizador panasiático.
El desempeño comercial y cultural propició las continuadas luchas entre diferentes reinos por la posesión y control de la región y sus destacadas rutas. Durante mucho tiempo, primero chinos y tibetanos, y luego, turcos, árabes y persas, rivalizaron por asegurar su presencia y dominio en este ámbito. A través de una densa red de caminos, veredas y carreteras, que cruzaban estos lugares, se movilizaban gentes de todo tipo y condición, desde mercaderes, mercenarios y monjes, normalmente budistas, hasta peregrinos y embajadores. Este conglomerado de vías de comunicación, transporte y encuentro cultural ha recibido el conocido nombre de Ruta de la Seda, término ya legendario, acuñado por el noble alemán F. von Richthofen en el siglo XIX, aunque también se le ha concedido el sobrenombre de Ruta de los Sutras en virtud de que el budismo ha sido, a lo largo del primer milenio, la corriente cultural más destacada que ha avanzado por los senderos terrestres, influyendo notablemente la mentalidad de los pobladores centro-asiáticos y del Lejano Oriente.
Desde antaño, los caminos y lo que implican, han adquirido una pática de miticidad, puesto que a través de la Sogdiana, el Pamir, la cuenca del Tarim y el Gansu, han sido capaces de ir generando, en su largo recorrido intercontinental, centros de cultura en donde los intercambios mercantiles y de ideas proliferaban ininterrumpidamente, mientras que, en reciprocidad, acercaban pueblos y civilizaciones distintas, lenguas y tradiciones dispares.
La seda fue el producto más floreciente de intercambio, aunque no el único. Se trata de un material refinado, propio de los miembros de la corte, que atrajo, en función de sus veleidades y características peculiares, a grupos de patricios romanos, incidiendo en la intensificación de un comercio que también abundaba en otras mercancías consideradas exóticas y suntuosas: ámbar, perlas, esmaltes, lacas, pieles, lapislázuli o cinamomo. La belleza de la seda, su alto grado de exotismo, unido a su extraño, poco conocido origen, su misterioso y mítico sistema de elaboración, así como la facilidad de transporte y su uso como factor de exhibición y refinamiento, hizo de la misma el prototipo estelar de los intercambios comerciales por las muy extensas rutas. Estas relaciones comerciales entre Oriente y Occidente, que tenían como objeto los intercambios de productos de lujo, responden a un inusitado desarrollo de la capacidad de consumo de los dos grandes centros de poder de ese tiempo, sobre todo la Roma imperial de época de Augusto. En la ciudad eterna la seda llegará a ser un lujo a un tiempo innecesario pero imprescindible en la confección de la indumentaria imperial, que proporcionaba prestigio social y destacaba la potestas del soberano o el estatus de las familias patricias. El momento álgido del comercio de seda ocurrió, como se colige, en época de Augusto, durante la Pax Romana, tal vez el intervalo temporal de mayor esplendor en el devenir de la cultura romana.
Así pues, parece dar la impresión de que para el imperio romano en particular, y para Occidente en general, las relaciones mercantiles hayan tenido la misión de servir de acceso a bienes de prestigio relacionados con el desarrollo de las formas de mando. No se debe olvidar que el comercio a larga distancia es algo aislado y coyuntural, relacionado estrechamente con las culturas urbanas. La organización básica de este sistema mercantil parece depender de la tradición del don y el regalo por el que, desde China, se distribuirían los productos entre los aristócratas guerreros de las estepas, llegando a sogdianos y habitantes de la Bactriana, que los transmitirían a mercaderes de Palmira o Alejandría por mediación de los intermediarios partos, siguiendo algunas rutas adyacentes de relevancia, como las de India del noroeste. Pero además de servir como corredor mercantil, la ruta será, fundamentalmente, un inestimable puente cultural, un medio de intercambio y fusión intelectual, religiosa, estética y filosófica. Con los diferentes productos viajarán las ideas, los conceptos, que contactarán con otras doctrinas, modos de pensar y de vivir la fe. Las primeras fuentes escritas occidentales de la historia de Asia central que arrojan varias anotaciones sobre los contactos con estos territorios considerados inhóspitos y exóticos, se remontan a Heródoto, que menciona noticias tomadas de otras fuentes previas minorasiáticas y del Mar Negro, referentes a rutas que alcanzan las altas mesetas del Pamir y a la gran riqueza de la región del valle del río Indo. Algunas de sus coloridas descripciones son relativas a India y otras, más lúgubres, como la que traduce la costumbre de la antropofagia con carne de ancianos, parecen corresponderse con Asia central y su reputación de región salvaje. Antes de estas reseñas del considerado fundador de la Historia, la visión del oriente asiático pertenecía por completo a la mentalidad mitológica, con una concepción geográfica que se remontaba, como mínimo, a Homero y Hesíodo. Allende el ámbito mediterráneo, los ignotos territorios orientales estaban poblados de extraños y fantásticos seres, que conformaban un auténtico bestiario de individuos semi humanos o híbridos zoomorfos. Después de Heródoto, la Indika del médico de Cnido, Ctesias y ciertos periplos seudo históricos, forjaron la imagen tradicional de India en la literatura de viajes griega, en especial en el género paradoxográfico.
Las conquistas de Alejandro Magno, que con asombrosa rapidez difuminan el imperio persa, pudieron facilitar un relativo mejor conocimiento, desde un punto de vista antropológico, costumbrista y etnográfico, de las regiones centro asiáticas, algunas de las cuales hoy conforman el territorio chino, donde las influencias helenísticas entrarían en contacto con aquellas indias, esencialmente budistas, e iranias zoroástricas. Paradigma renombrado de los efectos de estos encuentros culturales es el arte greco búdico de Gandhara, estilísticamente heleno y temáticamente budista. En este mismo marco referencial al que se alude debe incluirse a Flavio Arriano, autor de obras históricas entre las que sobresale la Anabasis Alexandri, para la cual se documentó a partir de las informaciones de Aristóbulo y Ptolomeo, dos de los compañeros de aventuras de Alejandro el Grande. En una época muy anterior a Alejandro, sólo el viajero y comerciante cario Escílax de Carianda (siglo VI a.E.c), presumiblemente conoció los territorios más allá de Persépolis como miembro de una expedición persa comandada por Darío I para reconocer el área del Indo antes de lanzarse a su conquista.
No será hasta finales del siglo III a.E.c cuando con la fundación del imperio chino (秦朝, Qin) y su ulterior expansión territorial se facilite la presencia de informes escritos sistemáticos que superen las noticias de los paradoxógrafos, complementando los datos arqueológicos disponibles. Este histórico acontecimiento, en específico bajo la dilatada en el tiempo dinastía Han (漢朝, 206 a.E.c.-220), fue un decisivo factor que influyó para que por las grandes rutas terrestres transitaran ambos mundos a través de Asia central. El proceso imperial chino, acompañado por la consolidación del imperio en Roma al otro lado del orbe conocido, hizo rentable en términos económicos y factible en el sentido geográfico y estratégico, la viabilidad económica de estas carreteras terrestres y sus diversas ramificaciones hasta bien entrado el siglo X, propiciando, además, los contactos culturales y la racionalización de las limitantes y utópicas ideas que la mitología, las ignorancia y los tópicos habían establecido.
Pero también en esta época hubo otros importantes centros de poder a lo largo de la ruta que no se debe relegar al olvido: varios reinos indogriegos, legado de Alejandro Magno, que se extendían por el valle del río Oxus hacia el norte de India, la dinastía Maurya de Asoka, que ocupó territorios del actual Pakistán y Afganistán, el reino de los partos de Irán, los Yuezhi (月氏) de las fuentes chinas, probablemente tribus escitas, en el corredor del Gansu, y que serían la fuente de los conocidos como Kushan (Guìshuāng,貴霜), del rey Kanishka, y otra serie de pequeños estados independientes, en especial en la cuenca del Tarim, que coincidían con las numerosas comunidades-oasis de la región. En particular, los pueblos nómadas Yuezhi, que provenían de las zonas de pastizales del occidente chino, acabaron instalándose, bajo la presión de los Xiōngnú (匈奴, Hunos), en Bactriana, donde ya moraban desde el siglo I a.E.c. los escitas Saces o Saka tras su victoria sobre los partos. La historia antigua de los Kushan, herederos directos de estos nómadas, se conoce a través del Hou Hanshu (後漢書) o Anales de la dinastía Han tardía, que presenta a estos pintorescos pueblos como fervientes budistas, de la Geografía de Estrabón y de la de Ptolomeo. Los intereses chinos en el área centro asiática, en los llamados territorios occidentales, tanto desde un ángulo militar, en defensa contra los nómadas Xiongnu, como desde una óptica comercial, en especial en busca del muy preciado jade, valorado desde una perspectiva estética y ritual funeraria, y de los caballos de la Fergana, son los factores que galvanizan la consolidación y pervivencia de las rutas terrestres. Las grandes vías fundamentales de la Ruta estaban trazadas en época Qin, si bien era necesario un momento histórico adecuado para ponerlas en funcionamiento. La estabilidad política y el desarrollo económico, que permitieron una mentalidad aperturista entre los chinos, absortos tradicionalmente en conservar su legado civilizatorio en el seno de un idealizado mundo cerrado, sinocéntrico, que se evidencia con los gobernantes Han, hacen viable el uso continuado de esas rutas. La presencia de los nómadas esteparios Xiongnu, al norte de la Gran Muralla (萬里長城), que desestabilizaban las zonas comerciales e impedían el normal desarrollo del intercambio de productos, fue el indicador para que el emperador Wendi (漢文帝), que reinó en el siglo II a.E.c., intentase comprar la paz de las fronteras entregando cereales y seda a los hunos y solicitase ayuda a otros reinos mediante el envío de embajadas hacia occidente. La cantidad de la preciada seda que los bárbaros acabarían manejando fue tan voluminosa que las piezas sobrantes serían vendidas en los destacados mercados de las regiones del Asia occidental, como la lejana Kashgar (喀什) o la legendaria Samarcanda (hoy en Uzbekistán). De este modo, la valía del tributo en seda acabaría siendo esencial en el funcionamiento de las vías de intercambio. No obstante, fue el notable emperador Wu Di (漢武帝, 140-87 a.E.c), el que propició un giro de ciento ochenta grados al pasar de una política defensiva a otra mucho más ofensiva a través de una serie de medidas de política exterior que facilitaban un proceso de expansión territorial que respondía, a su vez, a imperiosas necesidades internas: el mantenimiento y la continuidad del control sobre las confederaciones nómadas, solo relativamente frenadas por la Gran Muralla.
|
La expansión china hacia occidente a partir de los siglos II y I a.E.c. puso en directa relación a la corte imperial con la cuenca del Tarim y sus ricos valles de llanura de loes arcilloso, ventajoso para la agricultura, y con sus ciudades oasis, verdaderos núcleos mercantiles y cosmopolitas donde habitaban agricultores sedentarios y comerciantes, que terminaron por convertirse en función de su determinante posición geo estratégica, en lugares de encuentro y confluencia de pueblos e ideas.
Las comunidades oasis, que enlazaban el Gansu occidental con la cuenca de los ríos Sir Daria y Amu Daria, por ambos lados del temido desierto de Taklamakan, y hacia el Pamir en dirección este, reunían tanto poblaciones indoeuropeas, sogdianos, kucheanos y khotanos, como altaicas, hunos, turcos y uigures, así como sino-tibetanas. Estos núcleos urbanos fueron pioneros en ver florecer fuera de India las primeras comunidades budistas sufragadas por ricos y piadosos mercaderes laicos, embellecidas con pinturas y esculturas alusivas a la leyenda de Buda y la doctrina del budismo. Las ricas explotaciones de jade, mineral apreciado en China por sus cualidades plásticas y religiosas, y los famosos ejemplares equinos de la región fueron, como se comentó previamente, un factor económico atrayente para los grandes gobernantes, pero también las virtudes civilizadoras de la zona, derivadas de su carácter de crisol y transmisor cultural, empezaron a ser consideradas como especialmente valiosas. La embajada diplomática de Zhàng Qiān (張騫 ) al Asia central en 139 a.E.c., con la meta de conseguir aliados firmes y de confianza contra los belicosos Xiongnu, que habían constituido una poderosa confederación, puso a los chinos en contacto con regiones ricas y prósperas como Sogdiana, Bactriana, Fergana y Persia, e incluso Asia menor (en chino Diaozhe), fuertemente helenizadas y con influencias culturales iranias. La misión de Qian despertó el deseo chino por esos productos y propició las expediciones militares y diplomáticas para mantener relaciones teóricamente amistosas pero, sobre todo, para ubicar bajo su dominio directo la cuenca del Tarim a través de guarniciones y protectorados militares, como la de Yang Guang. La expansión así consentida intentaba fortalecer el poder central imperial y su prestigio, además de aumentar las expectativas económicas chinas. La toma de contacto con estas regiones occidentales, hoy en el límite de la región autónoma uigur de Xinjiang, provoca la llegada de los influjos religioso-filosóficos nestorianos, zoroástricos y fundamentalmente budistas a China.
Esta nueva amplitud territorial, bajo dominio militar y administrativo, abrió el campo a la colonización y a esos nuevos componentes culturales, poco o nada conocidos, amen de significar un desahogo de las presiones sociales del momento. Gracias a ella el budismo confluirá con el popular taoísmo y con un confucianismo que se había adaptado a las necesidades de un Estado fuertemente burocratizado. No fue sino hasta fines del siglo I, con las campañas del general Ban Zhao, que se sometió a verdadero vasallaje a todas estas regiones a través de guarniciones, colonias agrícolas y comisarios imperiales Han: Khotan y Kashgar cayeron en el año 74, mientras Yarkand hacia 88. La instalación de guarniciones, torres de vigilancia, y el control de las rutas mercantiles favorecieron a los mercaderes e impulsaron la creación de grandes mercados en las ciudades fronterizas. En el seno de la política interna de Wu Di ciertas medidas imperiales ayudaron notablemente a asegurar la ruta y a consolidar el comercio transcontinental, como la obligación de los comerciantes a integrarse en la administración, con lo que actuaban en nombre de la corte imperial, y la institución del papel moneda, herramienta ahora esencial en los intercambios. Parece innegable, a tenor de los vestigios arqueológicos y las noticias en las fuentes escritas, que en Asia central hubo varias rutas comerciales desde antiguo, lo que implica que como lugar de paso siempre existieron compradores y vendedores. Además de la aparición de seda china en Bactriana en fechas muy anteriores a las que se han manejado al hablar de la Ruta de la Seda (hacia 1500 a.E.c.), Zhang Qian, en su registrado periplo, encontró bambú chino, que había llegado mucho antes que él a través de Tíbet o India. En cualquier caso, la Ruta de la Seda abriría, de modo definitivo, las puertas para que los comerciantes chinos llegaran a la región de los oasis, uniendo así el valle del río Amarillo con el Mediterráneo oriental, pasando por el Gansu, las ciudades-oasis del Xinjiang, Pamir, Transoxiana, Irán, Irak y Siria, conformándose India como el punto medio del camino, parada obligada de monjes peregrinos en busca de textos y reliquias en las fuentes originarias de la corriente religioso-filosófica budista. No obstante, no sería hasta finales del siglo I cuando los chinos tomaron verdadera conciencia de la actividad comercial romana con los pueblos partos (arsácidas, 255 a.E.c.-226), reales intermediarios casi monopolistas, junto a los persas sasánidas (226-651) del comercio a larga distancia, que serían los introductores de la codiciada seda en las manos de las familias nobles romanas. El momento en que más floreció el comercio fue, sin duda, cuando se establecieron relaciones diplomáticas y en el momento en que los romanos empezaron a apreciar la seda y otros lujos orientales. Aun para el primer siglo de nuestra era la seda era difícil de encontrar en Roma, y únicamente los más ricos podían comprar algunas tiras para coserlas a sus túnicas de algodón o lino en ciertos lugares preferentes. Se puede asumir que la gran ruta, en términos mercantiles y culturales fue, durante un largo tiempo, el verdadero centro del mundo. Paradójicamente, la dispersión que la ruta propicia, traerá consigo uno de los gérmenes de la decadencia Han, que tan fructífera será para que el budismo comience su período de popularización: la creación de extensas y ricas familias, muchas de ellas de mercaderes, que acabarán concentrando las tierras y generando grandes tensiones entre los campesinos, caso de la insurrección, de tintes taoístas, conocida como los Turbantes Amarillos (Huáng Jīn Zhī Luàn, 黃巾之亂), desarrollada en Shandong y Henan en 184. El establecimiento de un comercio regular fue posible, de este modo, gracias a la consolidación de cuatro civilizaciones a fines del siglo I, todas ellas sólidas, prósperas y militarmente poderosas, que confluyen en sus intereses en una región céntrica y difusora, Asia central: en occidente, el imperio romano de la época de la dinastía Iulio-Claudia, en extremo oriente, el imperio chino Han, en Asia central el reino pro budista Kushan, y entre todos ellos, los partos, como especializados mediadores.
Los chinos, hay que remarcar, conocían bastante más del imperio romano de lo que pudiera parecer. En época Han el imperio que lideraba con mano de hierro Roma era conocido en las fuentes como Dàqín (大秦) o Gran China, y se sabía de la existencia de varias ciudades del oriente romano, como Antioquía y Alejandría. Por su parte, en 166 el emperador Marco Aurelio (Andoun para los chinos), envió una embajada para establecer relaciones comerciales directas sin la mediación persa, pero la distancia y ciertas dificultades intrínsecas a la tarea impidieron la normalización de los acuerdos suscritos. El itinerario del entramado que conforma la Ruta de la Seda, cuyo conocimiento debemos a los datos de Ptolomeo así como también a las narraciones de los grandes peregrinos chinos budistas Faxian (法顯) y Xuanzang (玄奘) unía, tras recorrer más de siete mil kilómetros superando sobresalientes obstáculos geográficos, grandes montañas, valles, ríos y desiertos, Roma, Alejandría y Antioquia con Cháng'ān (長安). A través de desiertos, mesetas, estepas y altas montañas, la ruta constituía un viaje de dimensiones ciclópeas para cualquier aventurero. El centro neurálgico, punto de encuentro y encrucijada de las diferentes mercancías e ideas era Asia central, crisol civilizador desde donde se difundirían unas y otras hacia el oriente chino, por un lado, y el occidente helenístico e iranio, por el otro. Después de atravesar la Puerta de Jade o Yumen Guan (玉門關), la ruta norte discurría, bordeando el temible desierto de Taklamakan y pegada a los montes Tienshan (Qilian,祁連) desde Hami, el antiguo Turquestán chino, a través de Turfan, Karashar, Kucha, Aksu, hasta Kashgar, en tanto que la meridional, seguía por Dunhuang, Miran, Niya, Khotan, Yarkand, uniéndose a la vía septentrional en Kashgar, verdadero cuartel general mercantil y centro de acopio. Desde este punto continuaba a Kokand, Tashkent, la mítica Samarcanda y Bujara, y de aquí a Merv, atravesando Persia, con paradas en Ecbatana y Ctesifonte, hasta llegar a la costa mediterránea. Desde Yarkand partía una vía secundaria hacia India a través del Karakorum con destino a Mumbay, y otra que, desde Peshawar y Amritsar, atravesando el Hindukush, continuaba, ya en la gran llanura indo gangética, hacia Agra y Baranasi, hasta finalizar en Kolkata. En paralelo, existía un camino muy septentrional, conocido como Ruta de las Estepas, que desde Mongolia exterior (la futura Mongolia independiente desde 1922, con capital en Ulan Bator), e interior comunicaba los centros siberianos con la cuenca del Baikal, y a través del paso de Dzungaria llegaría a los Urales y la estepa meridional rusa.
Este itinerario fue usado, principalmente, por los grupos bárbaros, hunos o avaros, en sus desplazamientos al oeste. Prácticamente todos estos grandes núcleos mercantiles eran eminentes centros religiosos budistas, aunque también proliferaban iglesias nestorianas y cenáculos zoroástricos. Además se convirtieron en intensos focos de intercambio comercial de caravanas de caballos o camellos, así como singulares babeles de lenguas y grupos étnicos diversos, hoy todavía muchos de ellos existentes. En íntima relación con el significado mercantilista de la Ruta de la Seda hubo, por consiguiente, un apasionante tráfico cultural, religioso en particular, durante varios siglos, que condujo a monjes budistas en peregrinación, muchos de ellos con relicarios portátiles con la figura del Buda sedente (pero también cristianos, mazdeístas y maniqueos), a la búsqueda de nuevas experiencias, textos y reliquias de sus dioses o santos y maestros de las escrituras. Estos viajeros fueron propiciando la erección de monasterios y templos por el camino, la mayoría de ellos santuarios en grutas, espléndidamente decorados con pinturas o esculturas, como los renombrados recintos de Bamiyán, Mogao (qiānfó dòng, 千佛洞), en Dunhuang (敦煌市), Lóngmén (Lóngmén Shíkū, 龍門石窟) y Yungang (Yúngāng shíkū, 云冈石窟), que se convertirían en centros del saber y de aprendizaje. La mayoría de estos recintos monásticos y santuarios, así como los ornamentos de los mismos, eran pagados por mercaderes laicos ricos que buscaban con tal acción ganar mérito para garantizarse futuras buenas reencarnaciones. En China, los grandes monasterios, como el del monte Wǔtái (Wǔtái Shān,五台山) se convirtieron en pequeños estados casi autónomos y en lugares de recogida de indigentes, artesanos, mercaderes, bandoleros o campesinos que se querían librar de las fuertes corveas estatales, un hecho que motivó, en especial en época de la cosmopolita dinastía Tang (唐朝, 618-907), una gran proscripción de carácter socio-económico y político más que cultural, propiciando la laicización de muchos monjes, considerados parásitos por la ideología estatal confuciana porque rompían la tradición de la piedad filial por su celibato, no pagaban impuestos, y no servían militarmente al estado, y la confiscación de los bienes y tesoros del monasterio.
La interrupción de la gran ruta con la consolidación otomana y la apertura de canales marítimos alternativos, condicionaron las normas que regían las antiguas transacciones mercantiles, provocando la definitiva decadencia de los itinerarios terrestres. El moderno interés historiográfico por redescubrir las interioridades de la ya mítica vía y por conocer las viejas leyendas tejidas a su alrededor, ha dado pie a la recuperación del atractivo histórico de la región por mediación de grandes expediciones arqueológicas, sesudos estudios, monografías diversas y hasta a través de la promoción de fascinantes paquetes turísticos. Bibliografía
López Saco, J., (2006), “Origen y significado de la Ruta de la Seda en la antigüedad”, en Altagracia. Revista de la Biblioteca Nacional de Caracas, nº 2, Caracas, pp. 116-123. Mclaughlin, R. (2020), The Roman Empire and the Silk Routes, Pen & Sword History, Londres. Muñoz Goulin, J., (2002), La Ruta de la Seda, Acento edit., Madrid. Pernot, F., (2007), La Ruta de la Seda: desde Asia hasta Europa, edit. Parragón, Madrid. Vasilievich, E. (2021), The Lands of Central Asia, Scala arts Publ., Londres. Whitfield, S., (2000), La vida en la Ruta de la Seda, edit. Paidós-Orígenes, Barcelona. |